Chejov fue mi puerta de entrada a los escritores rusos. También una oportunidad para desasnarme sobre
historia y características de ese pueblo.
Por ejemplo, ahí supe qué era un samovar. Y que durante mi infancia jugué a las visitas
con uno arrumbado en el galpón de mi abuela.
No se de dónde lo habrá sacado, porque mi abuela era García hasta la
médula.
También me gustan todos sus
cuentos. Pero me acuerdo de uno en
especial: Enemigos. Se trata de un
doctor que acaba de perder a su único hijo.
En ese preciso momento, un hombre lo busca para que asista a su mujer
enferma. El doctor se niega: “hace cinco
minutos que se me murió mi hijo”. El
hombre suplica y al final el doctor acepta. Pero resulta que cuando llegan a la
casa, la mujer no está porque se fugó con el amante. A partir de acá, el conflicto se
desplaza Mientras el hombre abandonado
se derrumba, el doctor monta en cólera.
Porque su hijo acaba de morir y se siente usado. Usado como un aristócrata usa a sus
lacayos. Entonces, ambos hombres -en
lugar de compartir sus penas- se trenzan en feroz discusión cual duelo de
titanes. Discusión de la que ninguno
sale bien parado.
En muchos de sus cuentos, Chejov relata la tensión campo-ciudad. También describe con lujo de detalles la vida
de campesinos y aristócratas. Sin dudas,
Chejov sabe bien de qué se trata. Y para
eso, no necesita más que una pincelada: porque superando incluso las barreras
de clase, “…la desgracia no une a la gente, sino que la separa…”, escribe en
Enemigos. Ríos de tinta psicológica
resumidos en una oración.
A.B
No hay comentarios:
Publicar un comentario